"Sean perfectos, como el Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48), es un eco de la petición que el Levítico hacía al pueblo judío en la antigüedad: "Sean santos, porque yo Yavéh, su Dios, soy un Dios santo" (Lev 11, 44-45).

Cuando Jesús o la Sagrada Escritura nos invita a esta perfección en el actuar o a la santidad a semejanza de nuestro Dios que nos ha creado a su imagen y semejanza (Gen 1, 26), inmediatamente nos salta a la mente, ¿es esto posible? ¿No es una encomienda desmesurada fuera del alcance de una persona promedio?

La santidad es una de las maneras en que el Dios del Antiguo Testamento se mostró para con su pueblo, aunque Israel siempre la interpretó como un distanciamiento, en Jesús es más bien el modo por el cual Dios nos transforma en criaturas semejantes a su Hijo.

La iglesia es Santa porque su fundador, Cristo, es Santo y porque el Espíritu Santo, su guía y sostén, es Santo. Los cristianos somos llamados a esta docilidad al Espíritu Santo para que se muestre al mundo la presencia del Señor que da al Espíritu Santificador.

¿Y quién ha sido dócil a ese plan en comunión con Jesús y fiel al Espíritu Santo? María, la siempre fiel y dócil a Dios. El Padre Ernesto María Caro, hace un recorrido en este proceso por el que María fue siempre la Llena de Gracia, la que dijo Sí al Señor, la primera que hizo "todo cuanto Jesús le dijo" (Jn 2,5).